Ecos, Keith Dannemiller
Refugiados mayas guatemaltecos en México, 1991-1993 y 2020
A principios de la década de los años 80, Chiapas, uno de los estados mexicanos que conforman la frontera sur del país con Guatemala, se convirtió en un refugio seguro para hasta cien mil personas mayas. Huyeron para sobrevivir a una política de tierra arrasada patrocinada por el gobierno guatemalteco, que avanzaba a lo largo del territorio mientras asesinaba a la población indígena, destruía sus pueblos y acababa con su cultura. Las tropas del ejército contaron con la asistencia de patrullas civiles —integradas por residentes fuertemente armados para patrullar aldeas calificadas de “sospechosas”— que trabajaron a instancias de los militares. En esta zona de guerra ubicada al norte del país, las tropas del gobierno lucharon contra una insurgencia de izquierda cuyos bastiones y zonas de influencia coincidían con los asentamientos indígenas. De ahí que los campesinos fueran tildados de guerrilleros o, cuando menos, de simpatizar con los insurgentes.
Tanto el comercio como los flujos laborales transfronterizos ya eran comunes mucho antes del éxodo a México, y los lazos históricos también traspasaban la línea de 871 kilómetros que separa a ambos países. En un inicio, los campamentos fueron instalados en las inmediaciones de la frontera. Sin embargo, las incursiones del Ejército de Guatemala a territorio mexicano con el único objetivo de exterminar a los refugiados eran frecuentes.
Cerca de 90 campos de refugiados fueron establecidos en México conforme transcurrió el conflicto guatemalteco. De estos, una gran parte fue poblada por indígenas que huyeron de los horrores del fronterizo departamento –principal división administrativa guatemalteca— de Huehuetenango, dejando atrás sus municipios de origen, tales como Nentón, San Miguel Acatán, Santa Ana Huixta y Colotenango.
Debido a que las redadas transfronterizas continuaron durante la década de los años 80 e inicios de la década siguiente, los refugiados guatemaltecos optaron por alejarse de la frontera y adentrarse cada vez más en territorio mexicano.
Visité por primera vez el campo de refugiados de Cieneguita en enero de 1991. Poco después, algunos de sus habitantes se mudaron para así convertirse en fundadores de una naciente comunidad bautizada como Nueva Libertad. También conocida como El Colorado, esta localidad fue establecida en una zona árida y semidesértica, donde un canal de riego fungía como la única fuente de agua potable al igual que el único lugar para bañarse. Tal comunidad sobresalió entre los campamentos de refugiados en México debido a que fue fundada con el singular objetivo de reunir en un solo lugar a quienes deseaban regresar como grupo y restablecerse colectivamente en Guatemala. Durante los años siguientes volví a fotografiar numerosas veces en Nueva Libertad. Documenté la vida diaria y, más importante aún, la construcción de una nueva comunidad guatemalteca en México –es decir, sobre suelo extranjero—.
A pesar del profundo deseo por regresar a su país de origen, muchos de los habitantes de Nueva Libertad le exigieron al gobierno guatemalteco que, antes de volver, cumpliera con una serie de condiciones para su repatriación. Entre estas figuraban las siguientes: antes que nada, el regreso debía ser una decisión individual y voluntaria; dado que, en la mayoría de los casos, los refugiados mayas habían huido juntos –como comunidad—, el proceso tendría que realizarse organizada y colectivamente, a la vez que acompañado por un organismo que fungiría como testigo neutral; los repatriados necesitaban el reconocimiento de su derecho a asociarse y organizarse libremente; y, de igual manera, exigían acceso a la tierra en su regreso a Guatemala. Pero no fue sino hasta inicios de la década de los años 90 –luego del rechazo del gobierno guatemalteco a cumplir con dichas condiciones—, que grupos de migueleños (oriundos de San Miguel Acatán) decididos a obtener la ciudadanía mexicana o la residencia permanente en Nueva Libertad, finalmente obtuvieron los terrenos en donde vivir y cultivar legalmente.
Llegué a Cieneguita antes del amanecer, después de un viaje de cuatro horas desde Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas. Mientras esperaba a que los líderes de la comunidad comenzaran su rutina matutina, pude ver la luz de las fogatas encendidas dentro de las casas de madera. Conforme el campamento cobraba vida, las luces parpadeantes se encendían una por una sobre las laderas opuestas y adquirían la apariencia de cientos de luciérnagas.
Después de hablar con los líderes de la localidad y recibir su permiso para fotografiar, salió el sol y una multitud de niños pequeños se reunió a mi alrededor. La curiosidad pudo más que su miedo a un extraño alto equipado con una cámara. Un niño me preguntó si podía mirar específicamente a través de la cámara armada con un teleobjetivo largo. “Claro, adelante,” le dije. Sostuvo la cámara y entrecerró los ojos por el visor, recorriendo las laderas cercanas y luego las montañas distantes con este nuevo dispositivo desconocido. Le pregunté qué buscaba tan atentamente con mi equipo. “Solo quería ver mi casa en Guatemala, pero no puedo”, respondió.
Hoy en día, casi 30 años después de esa visita a los campos de refugiados en Chiapas, los guatemaltecos que huyeron por sus vidas y buscaron un futuro son ciudadanos mexicanos y Nueva Libertad ya no es campamento de refugiados. Pero la visión de una patria es ilusoria. Ahora, una nueva generación de hombres y mujeres jóvenes emigra de Nueva Libertad; no a través de una frontera cercana donde las costumbres y tradiciones son semejantes, sino a través de una frontera a miles de kilómetros de distancia donde esperan alcanzar un futuro incierto en los Estados Unidos. Así continúa la diáspora de los guatemaltecos mayas.
Keith Dannemiller
Ciudad de México
13 de septiembre 2020